LAS ALAS DE LAS MUJERES
Hay una pequeña isla en medio del Océano Pacífico, en la que pescan y viven en armonía hombres y mujeres. Maritza, la vieja pescadora, mientras reparaba su red, junto a otras rederas, les contó esta historia: Hace muchos años, en otra isla, en otro mar y en otro continente, vivía un pescador joven, guapo y feliz, al que llamaban Pedro. Él salía todas las madrugadas a pescar en su chinchorro y regresaba a mediodía para la venta en la playa. En sus redes había pececillos de colores: salmonetes, loritos, pargos rojos; atunes cola amarilla y escórporas. Otras veces, alguna estrella de mar tornasolada, conchas lisas y estriadas, y caracolas de espirales delicadas e infinitas.
Siempre vendía todas las capturas. Aquella era una playa de turistas caprichosos, encantados de comprar cosas que no sabían dónde colocar al llegar a sus hogares de New York, Paris ó Barcelona, pero el caso era comprar antes de que otro lo hiciera.
Las tardes las pasaba el pescador paseando por la orilla del mar y charlando con las enrojecidas turistas, con los camareros de los chiringuitos…y era dichoso con esta vida sin sobresaltos.
Una madrugada en la que los farolillos aun no conseguían romper la noche, mientras trajinaba con las redes para salir a faenar, vio un punto en la línea del horizonte que, volando, se acercaba a la playa…no era un avión, ni un ave…era…era…una bellísima mujer con alas.
Estuvo a punto de caer fulminado por el susto, pero resistió la impresión y, escondido tras una palmera, observó como aquella deslumbrante mujer de ondulante cabello azabache, y hechura escultural, aterrizaba con suavidad, poniendo los dos pies a la vez sobre la arena tibia.
Estaba desnuda…salvo por las dos alas de plumas blanquísimas, que se desenganchó de la espalda con un movimiento de los dos brazos, como si fueran los tirantes de una camiseta. Se internó en el mar y allí estuvo nadando hasta la línea del horizonte. Regresó envuelta en espuma y algas, cuando ya el sol no la ocultaba y el pescador pudo ver su bello rostro de grandes ojos verdes y labios sensuales: era la mujer, o lo que fuera, más hermosa del mundo. O al menos de las que había visto él en su vida, que eran muchas y de lugares muy diversos.
Ella se volvió a colocar las alas y sacudiendo el agua de su melena de Afrodita, inició el vuelo. Ese día el pescador no pudo salir a pescar…se había enamorado. Pasó todo el día pensando en la mujer, dudando si sería realidad o una aparición…o quizás un sueño.
A la madrugada siguiente no preparó la barca. No podía salir a pescar sin saber si era real o lo había imaginado. Así que, ante el temor de que la alada cambiase de hora, durmió en la playa, bajo las estrellas, que parecía se mofaban de él, por la forma en que titilaban aquella noche, como riéndose y haciendo guiños cómplices. Hasta los grillos se confabulaban para no dejarlo dormir con su tonada monótona.
Y a la misma hora del día anterior, cuando la noche era más negra porque estaba a punto de amanecer, llegó, en la misma dirección que el día anterior. Posó delicadamente sus pies, se quitó las alas, dejándolas suavemente sobre la arena y se internó nadando en el mar. El pescador ya había previsto lo que haría, en el caso de que se repitiera la aparición, así que no lo pensó más. Cogió las dos alas y las metió en un saco. Arrastró su barca hasta la orilla y se puso a arreglar las redes.
Cuando llegó la mujer, buscó las alas en donde las había dejado y al verlo a cierta distancia, le preguntó con voz preocupada “Pescador ¿habrás visto por aquí unas alas, cubiertas de plumas blancas?” él se acercó despacio, para no asustarla y le dijo que no, pero que cuando arrastraba la barca había visto a lo lejos unos chiquillos que arrastraban algo que no pudo distinguir. Y que él vivía allí mismo, detrás de las palmeras, que le ofrecía su casa y algo de ropa para cubrirse hasta que apareciesen sus alas.
A ella le pareció que él era un hombre hermoso y sincero, así que le acompañó a su casa y él, emocionado, la vistió con un pareo de estrellas de mar. Parecía una delicadísima sirena.
Y después de varios días sin hallar las alas, y de encontrar el amor en cada rincón de la choza de palma, sin apenas decirlo sino con las justas palabras que necesita la pasión, él le regaló otros pareos y le trenzó una diadema de hibiscos rojos que hacía que sus cabellos negros brillaran más, sus ojos fueran más verdes y sus labios más radiantes.
Ella dejó de buscar las alas…la felicidad la habitaba.
Pasó un año y tuvieron una niña. Era la criatura más hermosa del mundo, una réplica de su mamá ¡¡que felicidad!! Pero cuando el pescador salía a faenar sin poder dormir por los llantos de la niña, o cuando llegaba cansado y hambriento y los cuidados de la niña no habían permitido hacer la comida a su madre, el pescador se enfurecía “¡¡No hago más que trabajar y mira lo que me encuentro cuando llego a casa!! ¡¡El suelo sin barrer y la comida sin hacer!! …Me voy al bar, con mis amigos, ahí os quedáis las dos”.
Eso provocaba una crisis entre la pareja, que, naturalmente se resolvía con caricias y ternura…y como una cosa lleva a la otra, al cabo de nueve meses de la crisis, otra niña preciosa, como la anterior, aumentó la familia ¡¡Que felicidad!!
Pero entonces ya eran cuatro bocas que alimentar y el trabajo se multiplicaba. Y más noches sin dormir y otras tantas la comida sin hacer. La mujer entendía y aceptaba que las prioridades siempre eran los otros.
Ella era feliz dedicándose a sus hijas y su esposo, sin que el tiempo le alcanzase para nada más. Su vida anterior la había borrado, como si nunca hubiera existido.
Un día, él llegó muy enfadado por la poca pesca, y encontró el motivo perfecto para irse a emborrachar: la comida no estaba ni en los inicios. Las niñas estaban resfriadas y la madre no había podido salir a comprar.
Así que, se marchó a beber con los amigos y llegó cuatro horas después gritando y despertando a las niñas, que se echaron a llorar cuando vieron como su papá daba un empujón a su mamá, diciéndole que no valía para nada. Él no quiso seguir aguantando los llantos. Dio media vuelta y se volvió a la taberna.
Cuando la mujer consiguió dormir de nuevo a las niñas, reflexionó angustiada sobre las razones de su hombre y pensó que quizás él tenía razón, porque aquella casa estaba desordenada y ella siempre tan cansada y ojerosa…pero pesar de ello, decidió ponerse a la tarea de mejorar el aspecto de su casa. Barrió, colocó y cocinó el pescado que él había traído y cuando fue a buscar el mantel de la boda para poner la mesa, no lo encontró en el lugar habitual. Buscó por todas partes, y como ocurre siempre, encontró lo que no buscaba: un saco escondido. Al abrirlo vio que contenía sus alas. Estaban intactas, con las plumas un poco aplastadas, pero enteras. Así que se las puso dudando si sería capaz de volar de nuevo. Realizando un ejercicio casi olvidado, hizo un vuelo de prueba sobre el ranchito. Funcionaban de maravilla.
Al bajar de nuevo, reflexionó sobre su vida. Y fue entonces cuando cogió a cada niña en un brazo y se marchó volando muy, muy lejos, a otra isla donde él no pudiera encontrarla.
Final:
Si este cuento lo cuenta un hombre, dirá que se fue a buscarlas arrepentido y que llegó después de una búsqueda larga y extenuante a la isla y que le pidió perdón, asegurándole que nunca más volvería a ocurrir.
Si lo cuenta una mujer, dirá que él nunca llegó a la isla, y que ni siquiera intentó encontrarlas.
Y no importa si lo cuenta un hombre o una mujer, lo verdaderamente importante, es que todas las mujeres han de tener, siempre, siempre, unas alas para poder volar.
Lola Pereira, noviembre de 2020
Gracias Lila, a sido una lectura deliciosa y muy inspiradora.🙏🏾 Namaste
Gracias Verónica, nos alegra que te haya gustado. Un abrazo!
Me gustaría practicar está diciplina pero mi horario es un poco complicado y dispongo de tiempo todos los días de 7:30 a 9:00 por la mañana y de 2:30 a 4:00 por la tarde y deseo saber si existe una alternativa para mí
Le agradeceré.
Hola Gloria,
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un abrazo