¿ES DIOS ECOLOGISTA?
El ardiente sol del mediodía causa que el sudor baje en rosario de gotas por la cara del hombre tostado por el sol, surcando su rostro anguloso, acentuándolo en una mueca dolorosa. Comprueba en su muñeca que ya son cuatro las horas de caminata. Se sienta con gesto resignado, sobre un viejo tronco varado en la playa. En la línea de la marea alta, donde un almendro de playa con hojas oxidadas, le ofrece una sombra rala.
Mira al sol del mediodía bajo la visera protectora de su mano, y de nuevo el reloj. Su gesto insatisfecho evidencia la búsqueda infructuosa: mañana será otro día, se dice a sí mismo en un murmurar de labios resecos y sin mucho convencimiento, ahora toca reponer fuerzas.
La garza azul, escurridiza, no acudió a la cita. Entre dos rebanadas de pan oscuro, asoma una hoja de lechuga mustia y blanquecina que contrasta con la rojez del tomate que se desparrama ya seco por la miga del pan. Lo engulle en tres bocados, con prisa, y empina el botellín, dejando que el agua le resbale por el rostro, para acabar bebiendo con avidez.
Es ahora, cuando el mar atrae su atención: los pelícanos están cazando en torbellino efervescente, y la acrobacia lo hipnotiza, mientras observa embelesado sus evoluciones aéreas y los enfurecidos lances contra el banco de sardinas, que estremece las aguas tranquilas del interior del arrecife. La línea del horizonte es borrosa y ondulante, por efecto del calor y sus ojos grises desvían con dificultad su mirada por la claridad deslumbrante.
Se sacude las migas del polvoriento pantalón caqui de múltiples cremalleras, y entorna los ojos al quitarse el sombrero de paja, descubriendo una frente despejada de cabello, enrojecida. Vuelve la mirada a la suave placidez del baile de las aves, y al arrullo de la arena arrastrada por las olas, mientras se empapa del sopor del día, que en este instante se condensa, arrastrándose a cámara lenta, como su respiración.
Con movimientos lentos abre la mochila, extrae un cuaderno de cubierta verde y rígida, y un lápiz del bolsillo de su camisa, bordado en verde su nombre y su condición de becario de la Reserva Cabo Blanco. Esboza ágilmente un dibujo y hace algunas anotaciones respecto a la situación del banco de peces y de nuevo mira la hora, anotándola. Un siseo tenue a sus pies exige su atención. En torno a los restos de pan se han aglutinado caricacos (ermitaños) de todas las variedades de caracolas posibles, que le recuerdan las chimeneas y torres de Gaudí.
Desde su llegada hace un mes, es la primera vez que piensa en su ciudad y sonríe con la idea. No la echa de menos, todavía no. Todas las horas del día están ocupadas con descubrimientos de especies nuevas para él. En cinco meses más, regresará para ocupar su plaza en el Ministerio de Medioambiente, como asesor. De algo le habían servido tantas horas hincando codo, era el primero de su promoción y había podido elegir.
Le entusiasmó la idea del experimento conjunto de los dos países cuando se lo propusieron en el departamento de investigación, algo inusual en la facultad de Biología, ya que los presupuestos nunca alcanzaban para los alumnos, ni siquiera los aventajados. Y por otra parte, los gastos extra se los había de pagar el mismo, ya que la beca solo cubría el viaje y la estancia en la residencia del parque protegido. Residencia era un decir, realmente parecía más un conjunto de barracones con estilo provisional, de campamento de paso. Literas y una ducha de agua fría, caliente a última hora de la tarde. La sobriedad de la estancia incluía una estantería para libros en madera basta, sin pulir, y una linterna.
El ecologismo está reñido con el confort. Sonríe de nuevo, mientras intenta catalogar el semillero de vida que discurre a sus pies, una miríada de caracolas que se mueven en la misma dirección. Es color café la que ahora sujeta en su mano. Con estrías perpendiculares y horizontales, esférica, resulta el refugio perfecto en la huida de su habitante hacia el interior. Un caparazón minúsculo, en forma de pirámide de color marfil, se desplaza con ligereza sobre su propia bota, a la caza de las migas.
La toma entre sus dedos con delicadeza y la deposita en la brillante arena, donde se apresuran sus congéneres, de tamaños desparejos, hasta alcanzar los dos centímetros las mayores. Son verdes, moradas, amarillas y hasta rojas, como de coral; y sus formas cónicas, triangulares, circulares… con relieves, gibosidades, abolladuras y formas geométricas extravagantes y caprichosas.
Se siente como el Señor de las Criaturas. Y piensa que, si Dios existiera, seguramente nos contemplaría con la misma indulgencia que él lo hace ahora. Su arquitectura se asemeja al poblado de ciencia-ficción que vio en el cine Colón con Eva antes de su partida, con cataduras y perfiles de habitantes fantásticos en afable coexistencia. Y Eva, empeñada en encontrar parecidos entre los habitantes y la familia o los amigos, gesticulando con el mohín de los labios y su nariz respingona. Sonrió de nuevo. Era muy imaginativa, y alegre como un cascabel, aunque tampoco la echaba de menos, después una relación de casi dos años de fines de semana de cine y bocatas vegetarianos.
Le sorprendió la repentina constatación, mientras se escurría el sudor con el reverso de la muñeca. De pronto, siente un picotazo en la nuca y su mano aplasta una avispa de tamaño considerable. No está seguro de que sea una ahogadora, pues no alcanza el tamaño adulto, pero lo sabrá enseguida.
Busca el otro botellín de agua, en el caso de confirmarse su temor, el agua será insuficiente, la tendrá que beber a pequeños sorbos, ininterrumpidamente, a fin de que no se cierre la glotis, impidiéndole la entrada de aire. Se lo han advertido, y él sabe que no le alcanzará hasta el barracón.
Los caricacos siguen con su festín, ajenos al peligro de su benefactor, engullendo las últimas migajas, cuando Tony siente la presión en los oídos, y comienza a beber. Los nervios aumentan la sensación de presión y vuelve a beber. Siente el agua deslizarse dificultosamente por su garganta. Los caricacos suben por su bota, mientras transpira abundantemente y su rostro es una máscara de pánico. Aumenta la presión. Bebe el resto del agua y su cara se enrojece intensamente, mientras oye el rumor lejanísimo del Pacífico a su lado.
Su boca es una mueca angustiosa que aspira el aire tortuosamente, la mandíbula rígida, mientras la nuez se estremece en convulsiones repetidas y el corazón le golpea el pecho sublevado.
Con ojos atónitos, trastornado, sacude las caracolas de sus botas y con furia salvaje aplasta a las minúsculas criaturas, que intentan la huida imposible. Sumido en el pánico alucinante, cree descifrar un complot entre especies para su exterminio. Un zumbido ensordecedor causado por la fiebre delirante, lo determina a morir matando.
La marea ha subido y un caricaco arrastra su casa con toda la energía que es capaz en su huida hacia el agua espumosa. En su locura exterminadora, Tony lo persigue y se sumerge completamente vestido, dejándose morir, arrastrado por las olas.
Solo en segundos la presión afloja. El aire se vuelve sonoro. Recupera su respiración y con sal en la boca, sale lastimosamente del mar. Arrastra las botas blandas y chorreantes, descargando un sendero de burbujas de agua sobre la arena hirviente, hasta la sombra del estremecido almendro.
Recoge su mochila sintiéndose viejo y mira sin querer ver la masacre, sin reconocer su talante criminal. Alza la mirada a la búsqueda temerosa de alguien que pudiera enrostrarle la magnitud de su delito y huye con prisa del espacio muerto, despavorido y horrorizado de si mismo, internándose en el bosque seco tropical. Sube a un peñasco y vuelve la vista oscurecida, lanzando con la voz en eco, al cielo un desafío ¿No haces Tú lo mismo con tus criaturas?… La respuesta de un trueno lo sacudió de pronto, anunciando la tormenta de la tarde.
Lola Pereira