ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA YOGA JOURNAL

Hoy en día casi todo el mundo sabe algo sobre Yoga. Quien más o quien menos ha asistido a una clase, ha visto un vídeo en Internet, o ha escuchado a un amigo hablar de sus beneficios. Cada vez son más las personas que afirman que este método milenario les ha cambiado la vida. Y es que el Yoga no deja indiferente a nadie. Es una disciplina que cuestiona, que interpela a nuestra parte más profunda, que anima, que aprieta, que eleva. Es un tesoro incalculable y parece que, al fin, se está reconociendo su valor.

En la actualidad, casi todos conocemos a gente que organiza retiros de Yoga de manera periódica, que se está formando como profesor o profesora, o que imparte clases en un centro. Da la impresión de que esto hubiera sido siempre así, cuando en realidad es un escenario muy reciente.

Tradicionalmente, aquellos que querían ser profesores de Yoga debían viajar a la India y encontrar, entre los múltiples sabios y gurús, a un maestro que sonara auténtico y estuviera dispuesto a aceptar discípulos de Occidente.

Por lo general, no era fácil y uno tenía que invertir al menos varios meses de su tiempo, yendo de aquí para allá, hasta dar con lo que estaba buscando. A partir de ahí, debía pasar varios años en la presencia del maestro, aprendiendo la sabiduría yóguica, entrenándose en las diferentes técnicas y llevando una rigurosa disciplina. Después de ese periodo más o menos largo, algunos discípulos optaban por regresar a su país de origen y abrían sus propios centros y salas de Yoga.

Al principio, la gente miraba a estos pioneros con recelo, con desconfianza incluso, pero a la vez sentía una mezcla de curiosidad irresistible, de llamada, de anhelo, que no podía calmar. Se apuntaban a clases, practicaban las distintas herramientas y quedaban encantados.  Así es cómo, poco a poco, el Yoga fue calando en Occidente.

Pero claro, dejarlo todo, viajar de un lado a otra de la India y estar varios años sin un trabajo estable, no estaba al alcance de cualquiera. Comenzó a haber personas interesadas en formarse como profesores o profesoras de Yoga en formatos más intensivos y accesibles.

De ahí surgieron las formaciones durante el verano en la India, y en seguida en España. En 1969 Swami Vishnudevananda desarrolló por primera vez en Europa la formación de profesores/as de Yoga Sivananda. Después de él, vinieron otras escuelas con otras propuestas. El panorama se fue diversificando y enriqueciendo, pues se sumó, a toda la sabiduría, filosofía y espiritualidad de Oriente, la parte técnica y científica de Occidente. Se añadieron así algunos conocimientos importantes sobre anatomía, fisioterapia y psicología.

Conforme el Yoga se fue extendiendo por el mundo occidental, empezó a multiplicarse el número de profesores, escuelas, clases y centros. Con ello surgió una nueva necesidad: la de convertir nuestro trabajo en algo serio, regularizado y riguroso. Se inicia así el Certificado de Profesionalidad, que tanto revuelo ha suscitado. Independientemente de la opinión que se tenga al respecto, no hay que perder de vista la realidad, y es que el Yoga va a seguir profesionalizándose en el futuro. Podemos aceptarlo y remar a favor, defendiendo una cualificación de calidad, o enfadarnos y oponer resistencia. De una manera sumamos, de la otra no. A nuestro modo de ver, quienes creemos firmemente en esta profesión debemos velar por su reconocimiento institucional, por la formación continua de los profesores y profesoras y por su preparación máxima. Sólo así podremos dar lo mejor a nuestros alumnos.

Pero no es sólo que esté aumentando la oferta de formaciones y se esté regularizando nuestro trabajo, la expansión del Yoga en Occidente está favoreciendo un cambio de paradigma aún más relevante: nos referimos a la evolución del sistema pedagógico tradicional. Si, en los orígenes, la enseñanza del Yoga se transmitía fundamentalmente de maestro a discípulo y tenía un carácter vertical, ahora la relación va a ser mucho más igualitaria. Esto conlleva una serie de implicaciones que merece la pena comentar.

En primer lugar, se modifican los roles. El antiguo gurú, que detentaba un papel de autoridad incuestionable, va a desempeñar una nueva función: la de orientador.

En la era de Internet, de la educación libre, de la sociedad líquida, de la más absoluta globalización, ya no tiene sentido esgrimir verdades absolutas, defender dogmas que nadie pueda cuestionar o pretender una fe ciega.

Sigue siendo necesario, en cambio, que haya guías en el camino, personas más experimentadas que puedan sugerirnos una determinada dirección, un mapa para encontrar las propias respuestas. Es aquí donde los actuales formadores y formadoras de Yoga podrán desempeñar un papel clave. Para ello, deberán desarrollar una sensibilidad especial a fin de saber en todo momento qué necesita el alumno. Será indispensable escuchar, observar, cultivarse interiormente, ser firmes y saber respetar. Además, todo formador deberá practicar largo y tendido las herramientas y los recursos que luego pretenda enseñar, sólo así podrá transmitirlos con seguridad, coherencia y sabiduría.

Cambia el rol del maestro, sí, pero… ¿qué ocurre entonces con el alumno? Guiado por las indicaciones de una persona experimentada, pero sin necesidad de seguir ciegamente a un gurú, el antiguo discípulo se convierte en agente activo de su propio desarrollo. Ya no tiene que elevar a nadie en un pedestal, ser su sombra, dejar la vida espiritual en sus manos. Al contrario, debe responsabilizarse de su destino, ser humilde y confiar, ante todo, en su propia intuición, la voz de dentro. Ésta será su herramienta más poderosa.

Surge, en consecuencia, lo que en el Yoga Integral conocemos como Maestro Interior. De ahí que siempre invitemos a nuestros alumnos a entrar en contacto con el centro del pecho, muy cerca del corazón, para que puedan conectar con su verdad más profunda.

Abrumados como estamos por el ruido exterior, por los consejos, los estímulos, los anuncios, las ideas de otros, se hace imprescindible que vayamos al encuentro de nuestra sabiduría interna, a diario, y de allí extraigamos la fuerza, el empuje, la guía y la inspiración. Todos podemos, en cualquier momento, cerrar los ojos, mantener unos minutos de silencio, llevar la atención al área cordial, llamar a nuestro Maestro o Maestra Interior y pedirle ayuda tantas veces como sea necesario. En nuestra experiencia, la voz interna siempre acude a esta llamada, generosa, no falla.

Sin duda las cosas están cambiando y la expansión del Yoga no ha hecho más que empezar. Creemos que este paso del gurú, al que había que idolatrar con fe ciega, al maestro que mora en nuestro interior es muy significativo. Como profesores nos sitúa en una posición de guías, de orientadores; como alumnos, nos recuerda lo esencial: que la sabiduría no está en ningún lugar, en ninguna persona de ahí fuera, sino en lo más íntimo de nuestro humilde corazón.

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